Vivir en domingo

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En exámenes suelo recordar con una buena dosis de nostalgia aquellos tiempos en los que aún iba al colegio; aquellos tiempos en los que, aún, los domingos no había pan.

Esos domingos eran especiales. El calendario, con el paso de la semana, iba desgranando sus hojas, a un ritmo que me parecía insultantemente lento; aún con ojos de niño, asistía con esa juventud a la que aún se le puede leer el código de barras, al paso de una semana lenta, que tenía como meta única que llegara el viernes. La cartera no solía abrirse hasta momentos antes de la cena del domingo; los deberes siempre esperaban, y con media hora antes era suficiente para enfrentar un lunes con todas las tareas cumplidas.

Todo fue diferente en el instituto, cuando la presión de obtener una nota superior al 10, siempre considerado como tope máximo, hizo que mis resortes funcionaran dando más que el límite. Todo fue distinto en selectividad, pero con su fin se me antojaba – equivocadamente – el fin de un largo encierro. Recibir la aceptación en Medicina ha sido una de las grandes sensaciones de mi vida; recuerdo la canción que sonaba en ese instante, y es un buen momento al que volver cuando vives en domingo, pero no es suficiente.

Los domingos. Los grandes odiados por los estudiantes. Yo también, en esa época en que la cartera permanecía en un rincón de la habitación hasta el domingo por la noche, y en la que aún reposaba el estuche cerrado desde el viernes, odiaba los domingos. Eran el peor día de la semana –peor incluso que el lunes –.

Pero ya no. No puedo odiar los domingos. En Medicina – incluso fuera de exámenes – vivir en domingo no es inusual.

Seguro que alguno convenís conmigo en que es una realidad en la carrera que tengas exámenes –aunque sean online – cada dos semanas, parciales no eliminatorios dos veces por trimestre y se necesite más de un 5 para aprobar, o se dé el temido “hay que aprobar por separado”. Y, frente a ello, ese estudiante de Medicina, con una juventud ya estrenada y llena de cosas por hacer, recupera ese instante de domingo por la tarde de su niñez. De vuelta, regresamos al domingo que, en ocasiones, coincide con el calendario, pues dejar las cosas para el último momento, muchas veces, es obligado; y, alguna, físicamente exigido.

Nuestros amigos de la carrera; los únicos que – no os engañéis – entienden nuestro día a día, están acostumbrados –porque hacen lo mismo – a que sea domingo. Saben que nuestra semana tiene más domingos que la del resto y comprenden muchos “no” a respuestas en las que solo cabría una afirmación.

Pero no es así con todo el mundo. No todo el mundo comprende que en nuestro fin de semana el domingo dure más de 24 horas y, algunas veces, se extienda al lunes.

Pero en exámenes aún cambia todo más. En exámenes, vivimos en domingo, y no solo en una tarde de domingo larga.

Los días son eternos. Las horas pasan lentas, y a veces creemos que hemos vuelto a ser unos niños, cuando las semanas tarda el viernes estaba lejos.

La noción del tiempo, como cualquier buen vicio, se pierde en exámenes. Prácticamente nos da igual si es lunes o miércoles, y alguno tenemos que confesar que, un rato antes de comer, hemos intentando ir a comprar el segundo plato al super de la esquina, y al ver la puerta cerrada, hemos caído en que, hoy sí, era domingo para el resto.

En ese momento te puede entrar la risa, puede que sonrías y la gente, si te ve con la bolsa de la compra de la mano y esas barbas de postureo que alguno se deja, sonrían para sí pensando en que la noche antes te pasaste con la fiesta. Pero no es así; habías olvidado, simplemente, que tus domingos no duran lo mismo que los de los demás.

La medida del tiempo la suelen establecer los exámenes, y ahora el tiempo se mide en días entre un examen y otro. Pero las semanas siguen sin pasar, tus exámenes duran más que el resto, y vas viendo como tus antiguos compañeros de biblioteca caminan por la calle, sin su monster de la mano y sin la barba esa tan habitual entre el postureo máximo de exámenes.

Sin embargo, los últimos exámenes son de lo mejorcito. Cada vez estás más cansado, puede que incluso lleves cinco y te quede uno. Pero tienes que aguantar, ¿no?

Ya queda poco y lo sabes. Lo sabes por ese olor dulzón que ronda los pasillos de la facultad desprendiéndose de las bebidas energizantes que muchos consumen momentos antes de la hora de entrar al aula. Lo sabes porque alguna barba, precoz, ya ha sido afeitada y porque las ojeras de tus compañeros parecen tan transparentes que casi puedes leer en ellas los apuntes reflejados y aderezados con ese pálido moreno del flexo, que solo se lleva en enero y junio.

Vuelves a casa, y te queda el último. El domingo cada vez parece que va a despedirse antes, y con una mínima ilusión, pones tus resortes a funcionar para el último examen.

El día llega. Los planes abundan en tu memoria, y el cansancio se acumula en tu cuerpo. Me quedo con la sensación de salir por la puerta del aula. Ese momento en que sales y no tienes más exámenes. Ese momento en que mientras hablas con tus compañeros, te das cuenta de que no hay pilas de apuntes por estudiar en tu escritorio. Ese rato de después.

En ese momento, sin ser muy consciente, arrancas la hoja del calendario y recibes al lunes con la alegría que solo tú puedes entender. Puede que hasta sonrías pensando en que tarde mucho, suficiente, en llegar el domingo.

 

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